. Isabel la Católica; ó, El corazón de una reina, novela histórica; ilustraciones de L. Labarta. s para los emisarios, á fin de que cerca deellos probéis el objeto de vuestro viaje. Andad, no os de-tengáis, que el tiempo urge. Salió Paredes, después de besarla mano de la princesay reiterarle una vez más su lealtad y su respeto, y una vezen la calle se encaminó á la Judería, pensando: —He aquí que si acerca de la bondad y el afecto deD. Leonor, no se hubiese despertado en mí la duda, oca-sión se me presenta de hacer méritos que para el porvenirtítulos me valgan, que me hagan acreedor á ella. Si
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. Isabel la Católica; ó, El corazón de una reina, novela histórica; ilustraciones de L. Labarta. s para los emisarios, á fin de que cerca deellos probéis el objeto de vuestro viaje. Andad, no os de-tengáis, que el tiempo urge. Salió Paredes, después de besarla mano de la princesay reiterarle una vez más su lealtad y su respeto, y una vezen la calle se encaminó á la Judería, pensando: —He aquí que si acerca de la bondad y el afecto deD. Leonor, no se hubiese despertado en mí la duda, oca-sión se me presenta de hacer méritos que para el porvenirtítulos me valgan, que me hagan acreedor á ella. Siguió caminando presuroso, compartiendo sus pensa-mientos entre D. Leonor y su hermano D. Rodrigo, áquien iba á buscar en la Judería, siguiendo las indicacio-nes de Zulima. A no caminar tan abstraído en sus reflexiones, habríapodido ver que un hombre le seguía recatándose. Aquel hombre murmuraba: —Nuestros temores eran fundados. A la princesa harevelado, sin duda, nuestro intento, y es preciso modificarel plan de nuestra campaña. CAPÍTULO XLIV La vuelta á la vida. DELANTÉMONos á D. Tomás y penetremos enla casa del viejo judío David, en la estanciadonde luchaba entre la muerte y la vida elnoble D. Rodrigo de Paredes, el fingidoFabio, herido á traición por el puñal délossecuaces de la ambiciosa D. Leonor. A pesar de ser pleno día y brillar el sol en el horizonte, en la reducida cámara reinaba la obscuridad. La lámpara que ardía en un rincón, alimentada conolorosos aceites orientales, era insuficiente para disiparlas sombras, y en la penumbra veíase al caballero inmó-vil en el lecho que cubrían ricos tapices de Persia, pálidocomo un cadáver. En la miserable casucha de David escondíanse rique-zas y preciosidades artísticas que el usurero amontona-ba para sacar de ellas provecho vendiéndolas á preciosfabulosos, y al convencerse de la calidad de su huéspedalhajó con magnificencia la habitación que le fué desti- ISABEL L CATÓ